La
muerte de un niño o de un adolescente
provoca reacciones distintas a la muerte que
ocurre en otras edades de la vida. Siendo la
muerte un hecho que inevitablemente ocurrirá
en algún momento de su existencia, el
ser humano tiende a no pensar en ella, y mientras
más joven es, el tema de la muerte no
se menciona y siempre se ve como algo tan alejado
que no vale la pena preocuparse de él.
Por otra parte,
la sociedad acepta la muerte que ocurre al final
de una vida en que el individuo ha intentado,
con o sin éxito, desarrollar un proyecto
personal, formado una familia, y habiendo cumplido
determinadas metas. Por eso es que la muerte
de los ancianos es aceptada con mayor facilidad
y se habla de que ya descansa en paz, que ya
terminaron sus sufrimientos, que los "achaques" o molestias de la vejez ya no le daban una calidad
de vida razonable, etc.
Muy distinto es
lo que ocurre con la muerte en el niño
(recién nacido, lactante, preescolar
y escolar) y adolescente. Constituye siempre
una desgracia inesperada y que rompe el esquema
que la sociedad y nuestra cultura tiene del
desarrollo de la vida humana. Son seres humanos
que no han alcanzado a iniciar proyectos de
vida, que recién están adquiriendo
el conocimiento y las destrezas intelectuales,
afectivas o físicas que modelarán
su personalidad y su vocación, que son
todavía dependientes de sus padres y
familias, y en los que habitualmente se cifran
grandes esperanzas para cuando alcancen la adultez.
Todo esto se desmorona cuando se muere el niño
o se diagnostica una enfermedad irrecuperable
y con pronóstico de muerte próxima.
En los casos de
muerte imprevista por accidentes o enfermedades
de curso muy rápido, el impacto que se
produce en padres y familiares es enorme y es
muy difícil de asumir. El médico
que le toca atender un caso así, habitualmente
experimenta un sentimiento de impotencia y se
siente emocionalmente impactado, generándose
un sentimiento de fracaso de su rol profesional
y una cierta sensación de culpabilidad.
No se le ocurre qué decir, piensa que
se rompió la relación con los
padres y tiende erradamente a escabullirse y
alejarse del contacto con la familia. En la
formación del médico, no se le
ha entrenado para afrontar esta situación
y poder mantener una relación de comunicación
con la familia. Diversos estudios demuestran
que la mayoría de los padres necesitan
el apoyo del médico que trató
a su hijo(a), y recibir de él la información
sobre las malas noticias.
Se recomienda
que el médico prudentemente evalúe
la situación e invite a los padres a
una entrevista, 2 o 3 semanas después
del fallecimiento del niño, para conversar
en un ambiente más tranquilo de todas
las circunstancias que rodearon a este infausto
evento y asumir una actitud atenta y de disponibilidad
para contestar todas sus interrogantes. El valor
de este tipo de conducta resulta extraordinario
y ayuda a los padres a completar su duelo.
Cuando
al niño se le diagnostica una enfermedad
irrecuperable y con pronóstico de muerte
próxima, a continuación del
impacto que produce la noticia en los padres,
éstos experimentan una serie de cambios
psicológicos. La Dra. E. Kubler Ross,
estudiando pacientes terminales y padres de
niños con enfermedad terminal observó
ciertos patrones psicológicos que aparecen
en los padres que a veces siguen una secuencia
determinada, aunque no siempre se observa
ese orden, y que las describió del
siguiente modo:
- Incredulidad
o negación de la situación irreversible
o terminal. Se piensa que el médico
está equivocado; ese diagnóstico
y ese pronóstico no pueden ser verdad.
Se buscan segundas opiniones.
- Ira, que puede dirigirse contra el o la cónyuge
(¿Cómo no te diste cuenta?),
contra el equipo médico (Por qué
no hicieron tal o cual examen o tratamiento),
contra Dios (Por qué nos castiga en
esta forma? Dónde está su misericordia?),
etc.
- Negociación. Se acepta la realidad de la enfermedad
y el pronóstico, pero trata de buscar
alguna ventaja (¿Alcanzará a
estar para su cumpleaños?, ¿Alcanzará
a tomar parte en el matrimonio de su hermano?).
- Depresión. Se toma conciencia de la realidad
de la situación y del pronóstico
y esto le provoca una profunda depresión.
- La
aceptación que nunca o muy
pocas veces se da. Nadie acepta la muerte,
por la irreversibilidad de ese estado. La
mayoría de los pacientes y sus padres,
siempre albergan la esperanza de seguir viviendo
o que se producirá un milagro. Puede
darse la aceptación de la muerte cuando
ésta se ve como el término de
los sufrimientos que está experimentando
el hijo, dada una condición patológica
irreversible y claramente terminal.
El
pediatra y más bien el equipo médico
se ve enfrentado ocasionalmente a atender
1) a un niño con una enfermedad terminal,
o 2) que está moribundo o 3) ha sufrido
una enfermedad aguda de tal magnitud que uno
observa que cada vez se va complicando más
y se vislumbra cada vez con más nitidez
que las medidas de apoyo vital no van a ser
capaces de revertir el proceso patológico
y que va a fallecer.
En estas 3 circunstancias
concretas se encuentra el equipo médico
con situaciones en que la muerte se ve al
final del camino en un período más
o menos corto, que puede ser horas, días
o a lo más semanas, y en las que se
deben tomar decisiones no siempre fáciles
y que tienen que ver con el término
de la vida.
El equipo médico
se ve enfrentado a tomar decisiones tales
como limitar el esfuerzo terapéutico,
suspender medidas que hasta ese momento parecían
ser útiles y que ya han dejado de serlo,
dejar órdenes de no reanimar, abstenerse
de implementar intervenciones médicas
que en una evaluación a priori no van
a conducir a mejorar la situación clínica
del paciente y sólo van a prolongar
una agonía, o que por el contrario
están abiertamente contraindicadas.
Demás está decir que en cada
una de estas decisiones tiene que haber una
profunda reflexión moral, dada su trascendencia
y que examinaremos en los párrafos
siguientes.
Primero hay
que decir que enfermedad terminal no es sinónimo
de enfermedad o enfermo grave. Una septicemia,
una enfermedad de membrana hialina, una hipertensión
pulmonar, una bronconeumonía extensa,
una leucemia linfoblástica, etc. son
enfermedades graves, en las que está
en peligro la vida, pero que con medidas apropiadas
de soporte vital como ventilación mecánica,
surfactante, drogas vasoactivas, óxido
nítrico, antibióticos, quimioterapia,
etc., pueden, en muchos casos, superar esta
condición de enfermedad grave y recuperar
la salud. Tampoco es sinónimo de enfermedad
terminal la enfermedad irrecuperable. Pacientes
con daño cerebral no progresivo, errores
congénitos del metabolismo, algunas
alteraciones cromosómicas, la diabetes
mellitus, algunos tipos de cardiopatía
congénita, pueden vivir largos años,
con medidas que ayudan corregir parcialmente
su afección y que les permite desarrollar
una vida de una calidad razonable.
En
la Revista Médica de Chile (Rev Med
Chile 2000; (128) 547-552) hay una definición
bastante acertada de enfermo terminal, que
es posible aplicar al paciente pediátrico.
Los criterios que lo definen son:
a) Paciente portador
de una enfermedad o condición patológica
grave, diagnosticada en forma precisa por
un médico experto (que posee el conocimiento,
habilidades y destrezas necesarias) y que
ha formulado el diagnóstico con la
mayor seguridad que ofrece el estado del arte,
b) La enfermedad
o condición patológica diagnosticada
debe ser de carácter progresivo e irreversible,
con pronóstico fatal próximo
o en un plazo relativamente breve (días
o semanas). La irreversibilidad y el carácter
progresivo son elementos necesarios y copulativos.
c) En el momento
del diagnóstico, la enfermedad o condición
patológica no es susceptible de tratamiento
conocido y de eficacia comprobada que pueda
modificar el pronóstico de muerte próxima,
o bien los recursos terapéuticos empleados
han dejado de ser eficaces.
Desde
el punto de vista del médico o equipo
médico que atiende a un paciente con
enfermedad terminal el proceso de deliberación
que debe preceder a la toma de decisiones,
debe tomar en consideración los principios
éticos de no-maleficencia, beneficencia,
autonomía y justicia. Luego, debe tenerse
en cuenta las circunstancias que enmarcan
la situación clínica y las consecuencias
que traerá la decisión que tomemos.
Los problemas
éticos consisten siempre en conflictos
de valores, y los valores se sustentan en
los hechos. De ahí que nuestro análisis
deberá iniciarse con un estudio minucioso
de los hechos clínicos. Esto significa
que cada caso debe analizarse a partir de
la situación particular del paciente
y su entorno.
Cuáles
son las decisiones que, frente a un paciente
terminal, debe a menudo tomar el médico
o el equipo médico?
1. No
iniciación o limitación del
esfuerzo terapéutico. Enfrentados
a tomar una decisión de este tipo deberíamos
preguntarnos si es éticamente correcta
analizando los principios que están
en juego:
a) No
maleficencia. Desde luego, se cumple
este principio al no iniciar una terapia que
está formalmente contraindicada para
la condición clínica del paciente.
Para el enfermo terminal también significa
no iniciar terapias que son “fútiles”,
es decir, aquellas que claramente no van determinar
una mejoría de la condición
del paciente. Ejemplos de esta situación
son aquellas terapias que tienen efectos transitorios
sobre algunos sistemas u órganos, pero
que no contribuyen a cambiar la condición
fundamental de su enfermedad terminal. No-maleficencia
es también no provocar daño
o más daño al paciente, mediante
exámenes innecesarios o procedimientos
dolorosos que no van a significar una mejoría
de su condición
b) Beneficencia. Este principio intenta enfatizar el propósito
de todo actuar médico, buscar el mejor
beneficio del paciente. No solamente no dañar,
sino buscar aquellas medidas que van a ayudar
y beneficiar al enfermo. En los casos de enfermos
terminales, el arsenal de los cuidados paliativos
se enmarca en la aplicación de este
principio. Esto es muy importante. El paciente
que está en situación terminal
no debe ser abandonado. Todavía hay
mucho que se puede hacer por él: acompañarlo
y darle apoyo espiritual adecuado a su edad
y creencias familiares, aliviar el dolor y
el sufrimiento usando medidas terapéuticas
que calmen su angustia y depresión,
etc.
c) Respeto
por la autonomía del paciente. Esto significa para el caso del paciente pediátrico,
tomar en cuenta las preferencias, valores
y creencias de los padres, si el niño
es menor o las del mismo paciente pediátrico
si tiene capacidad de comprensión,
y compartir con ellos las alternativas terapéuticas
más adecuadas, según las circunstancias.
d) Principio
de justicia en el sentido de tener
siempre presente el imperativo del uso racional
de los recursos disponibles.
2. Principio
de la proporcionalidad terapéutica
Existe la obligación
moral de implementar todas aquellas medidas
terapéuticas que guarden una relación
de debida proporción entre los medios
empleados y el resultado previsible.
Aquellas medidas
en que esta relación de proporción
no se cumpla, se consideran desproporcionadas
y no serían moralmente obligatorias.
De hecho pueden ser maleficentes, en el sentido
de provocar sufrimiento innecesario, el llamado
“encarnizamiento terapéutico”.
Con el propósito
de verificar si se da o no la relación
de proporción en una determinada situación,
se deben valorar bien los medios que se van
a usar, contrapesando el tipo de terapia,
el grado de dificultad y el riesgo que comporta,
los costos espirituales, psicológicos,
físicos y materiales y la posibilidad
de aplicación, con el resultado esperado,
teniendo en cuenta las condiciones del enfermo
y su capacidad de soportarlos.
Los juicios
de proporcionalidad se refieren siempre a
situaciones clínicas particulares.
No es posible dar reglas universales acerca
de la proporcionalidad de determinadas intervenciones
médicas. Cada situación clínica
debe ser juzgada particularmente.
Consideraciones
que deben tenerse en cuenta al hacer un juicio
de proporcionalidad terapéutica:
a) Certeza
del diagnóstico clínico. Antes
de emitir un juicio sobre proporcionalidad
de una determinada medida terapéutica
es necesario acceder a un grado razonable
de certeza en el diagnóstico clínico.
Diagnóstico clínico bien fundamentado
como condición previa, aun sabiendo
que la medicina es un arte en que se barajan
probabilidades. En esto ayuda la Medicina
Basada en Evidencias.
b) Existe
el deber moral de implementar aquellas medidas
terapéuticas que juzgamos necesarias
o útiles. Esto se refiere
tanto a las medidas curativas como a las paliativas.
No es fácil determinar cuando una medida
es útil o inútil.
Schneiderman, autor que ha estudiado el tema,
propone un concepto de inutilidad centrada
en el beneficio del paciente, incluyendo criterios
tanto cuantitativos como cualitativos. El
criterio cuantitativo considera una intervención
como inútil cuando los datos empíricos
disponibles arrojan una probabilidad igual
o menor al 1% de beneficiar al paciente. El
criterio cualitativo considera que los efectos
de una medida terapéutica se limitan
a una parte del organismo y no a la persona
considerada como un todo, que sí es
el beneficio real.
La posibilidad
de implementar una determinada terapia es
también una parte constitutiva de un
juicio de proporcionalidad. Una terapia podría
considerarse beneficiosa, pero ser juzgada
desproporcionada en una situación dada,
si es, por ejemplo difícil de obtener,
o demasiado costosa. Por lo tanto, en casos
calificados, la obligación moral de
implementar aquellas terapias juzgadas como
beneficiosas podría ser suspendida.
Toda intervención
médica implica un determinado riesgo.
La obligación moral de proporcionar
salud incluye el deber de asumir sólo
los riesgos que sean proporcionados al beneficio
que pretendo obtener.
c) Los
costos de las intervenciones médicas
también forman parte del juicio de
proporcionalidad. No se refiere sólo
a aspectos económicos, sino muy especialmente
a cargas físicas, psicológicas
o espirituales que un determinado tratamiento
puede infringir en el paciente. Cuando las
técnicas utilizadas imponen al paciente
sufrimientos y molestias mayores que los beneficios
posibles de obtener. En relación a
los costos económicos hay que recordar
que el primer compromiso del médico
es para con su paciente individual y no debiera
primar en la toma de decisiones. Mas bien
este aspecto del juicio de proporcionalidad
pertenece al paciente, a su familia y a la
sociedad en su conjunto.
La norma general
para aplicar el principio de proporcionalidad
encuentra su fundamento en el deber moral
de respetar a cada persona en virtud de su
dignidad intrínseca. Sin embargo, esta
norma general debe traducirse en cada caso
en acciones concretas y la guía para
aplicar este principio general a situaciones
particulares debe basarse en un estilo de
conducta fundamental del médico: la
compasión, no como un compartir la
pena, sino como la virtud por la que tomamos
conciencia del dolor o sufrimiento de otra
persona y nos empeñamos en aliviarlo;
y la prudencia, virtud cardinal que confiere
una sabiduría moral práctica.
Es la habilidad de tomar decisiones acerca
de lo que debe hacerse o evitarse en una situación
particular, a la luz de conocimientos morales
generales.
Ya que es imposible
establecer reglas universalmente válidas
sobre la obligatoriedad moral de determinadas
intervenciones médicas, es necesario
emitir un juicio de conciencia particular
en cada caso concreto. Este juicio requiere
el ejercicio de la virtud de la prudencia
y un profundo respeto por la dignidad de cada
persona. Hay que recordar que nadie está
obligado a utilizar toda la tecnología
médica actualmente disponible sino
sólo aquellas que ofrecen una razonable
probabilidad de beneficio en términos
de preservar o recuperar la salud.
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